A propósito de John Cage
Si el arte se considera como
un reflejo de las fuerzas culturales de una era, las del Siglo xx proceden casi
íntegramente de los avances en los campos de la tecnología y la ciencia. Somos
lo suficientemente conscientes para darnos cuenta que vivimos en una era de
experimentos técnicos y de desarrollos que han dado como resultado un concepto
totalmente científico de nuestra vida. Como consecuencia inmediata, ha surgido
una brutal indiferencia ante el individuo como personalidad humana, además de
originarse una avalancha de incertidumbre, descontento, desilusión, penuria y
hambre.
El artista, exponente vital de
la inquietud y del adelanto, trata, como es de su destino, de incorporar en sus
creaciones los aspectos intelectuales, espirituales, sociales, científicos y
morales de su tiempo. En la larga historia de la humanidad y, específicamente,
del arte, siempre ha existido el pionero, el renovador. En las épocas de
grandes cambios, muchas veces consecuencia de convulsiones, años de posguerra o
de reformas sociales, la reacción contra lo establecido, contra lo formal,
contra lo tradicional parece haber sido siempre un mal necesario y el “enfant
terrible”, hoy “hippie”, no es sino la expresión
genuina de una pugna natural entre generaciones antagónicas en su educación y
sentir.
En la Alemania de la primera
posguerra, por los años del 20, el Sturm und Drang, ya conocido de
épocas anteriores, dio lugar a pujantes movimientos artísticos que hicieron de
Berlín un centro de florecientes manifestaciones novedosas; e igual ocurrió,
casi simultáneamente, en las demás capitales europeas. Herwarth Walden y su
grupo, Arnold Schónberg y sus discípulos, Picasso, Dalí, el arquitecto Gropius
del "Bauhaus", son
exponentes de la nueva era y poseedores de una gran e incuestionable
personalidad. Y he aquí la raíz de toda discusión acerca del valor intrínseco
del arte contemporáneo: LA PERSONALIDAD.
De aquellos años del Sturm
und Drang, en que docenas de "artistas" nuevos impresionaron
(o trataron de impresionar) a públicos ávidos de sensaciones nuevas, sólo pocos
han llegado hasta nosotros. Los nombres de la mayoría de ellos han quedado
olvidados. Y en nuestra época, donde ocurre lo mismo, también se cuentan por
docenas los "innovadores", pero ¿cuántos llegarán a ser más que sólo
un nombre en los diccionarios y enciclopedias?
Lo "novedoso" origina siempre su pro y su contra entre grupos
divergentes, causa comentarios, críticas y discusiones, pero pasado el momento
histórico de su aparición y, sobre todo, de su motivación, el tiempo se encarga
de depurar las creaciones, separando las de verdadero valor de otras meramente
experimentales, dándonos así la posibilidad de distinguir entre fríos especuladores
e inspirados innovadores.
Los tipos del
"sensacionalista" o del "experimentalista", por brillantes
y atractivos que resulten, no conseguirán validez si no disponen de suficiente
personalidad para que sus creaciones se constituyan en obras de gran aliento,
coherencia y fuerza expresiva. Ningún principio demostrativo de experimentos
científicos, técnicos, aplicación de fórmulas matemáticas o uso de máquinas
automáticas podrá garantizar un valor estético suficientemente amplio para
hacer sobrevivir una obra o el nombre de su autor más allá de la época en que
"asombró" al público si a ello no va íntimamente ligada una auténtica
vocación y personalidad.
Hay un largo camino del "Sonido 13" de Julián Carrillo, de
la escritura en fracciones de tonos de Alois Haba, del dodecafonismo de
Schoemberg suavizado por la concentrada musicalidad de Alban Berg o intensificado
y sintetizado por el trabajo serial de Webern, de la posterior vuelta a
sonoridades consonantes en los compositores de origen latino, de la integración
rítmica de Stravinsky, a las tendencias actuales. La música concreta pertenece
hoy ya a la historia, ha dejado sonoridades y enseñanzas que se han aprovechado
e incorporado a la música electrónica posterior. Esta misma, palideciendo ya de
su brillo inicial, ha tenido que ceder el paso a la música aleatoria que, en su
actual apogeo, peca (entre otras cosas) de consideraciones en cuanto a la
calidad del ejecutante, pues la improvisación, tan frecuente en épocas pasadas,
no es precisamente el fuerte de la nuestra.
La curiosidad de la mente
humana y su incontenible afán para ir descubriendo los secretos del universo,
se manifiesta en todos los campos científicos y, que nadie se extrañe, también
en el arte. Si el individuo queda hoy reducido ya, en sumo grado, a un número
sin mayor importancia y la mecanización adquiere caracteres espantosos que
amenazan el futuro de la interferencia personal, paralelamente tiene que
existir el fenómeno de una creación artística que ya no apela a la sensibilidad
tradicional sino que se dirige llamativamente a una nueva generación en
formación, con la intención de establecer un puente entre el período actual y
un futuro bastante incierto.
En los Estados Unidos de
Norteamérica, mucho antes de John Cage, Charles Ivés fue musicalmente (decimos
"musicalmente) el más audaz de su época al escribir en un estilo disonante
que aún hoy deja perplejos a sus conocedores. Fue "descubierto" no hace mucho, pero los experimentalistas "de moda" le han ganado en
actualidad. Entre ellos, aunque pueda haber valores reales, muchos esconden debajo
de sus "presentaciones" una indudable falta de inspiración y
preparación, y el crítico no avisado puede fácilmente caer en el error de
calificar la obra de "impacto" o "sensacional".
Deberíamos decir: novelería
no, originalidad sí. La ausencia de seriedad y respeto va, a veces, hasta tal
grado que se organizan audiciones públicas (también en nuestro medio) durante
las cuales un "movimiento" de una "obra" se limita a que el
autor en persona, sentado ante el piano, mira su reloj sin tocar nada; en otro
movimiento se apaga la luz por unos minutos —payasadas de un hippie musical. El
público, atraído por lo desacostumbrado del espectáculo, acude por curiosidad,
pero no se lleva, salvo diversión y risas, emoción estética alguna.
En ello, las audiciones de tal
naturaleza se asemejan al espectáculo circense y, posiblemente, John Cage se
haya inspirado, con su piano "preparado", en ciertas escenas, por
demás artísticamente buenas, de las películas de Chaplin. Como el mayor
exponente del arte avant-garde en los Estados Unidos, Cage proclama la total
"despersonalización" en sus composiciones que, más que de música,
consisten en ruidos originados, intencionalmente, al azar. Si un innovador (?)
es capaz de presentarnos una obra para 12 aparatos de radio manipulados por 24
ejecutantes (uno en cada aparato maneja el dial y el otro el volumen), seguimos
creyendo que lo que hace al creador auténtico es la personalidad, y no la
búsqueda de sensaciones superfluas que nada aportan al arte de la música en sí.
Aunque Cage sea probablemente un producto típico de nuestra época, y
específicamente del país del Norte, por cierto no es el músico representativo
que nos hace falta. Tal vez el mejor calificativo para sus "obras" lo
dio el mismo Cage al afirmar durante un discurso: "No tengo nada que
decir... y estoy diciéndolo...".
Rodolfo Holzmann
compositor, profesor, director de orquesta
compositor, profesor, director de orquesta
(1910-1992)
Fuente:
Revista de artes y ciencias AMARU, Nro. 014, Lima, enero de 1971.
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